Pasaron dos semanas de intenso trabajo entre mis empleados y yo hasta que el bello jardín de la mansión llegó a satisfacer mis caprichos; pero la sensación de ser observado desde el denso bosque jamás aminoró ni un poco. Para ese entonces notaba que mi tío me observaba con inquietud, pero siempre desestimé cualquier atención que el sugería, alegando siempre que el trabajo bajo el sol era sobrecogedor y me causaba un ligero malestar.
Fue por fin a mediados del mes de febrero que nuestro hogar había recuperado su presencia y estatus del que era digno, naturalmente ofrecimos un festejo para anunciar el regreso triunfal de la familia y del próspero legado que Verónica y yo forjaríamos.
El día de la celebración llegó y fue un éxito rotundo, familiares, amigos y distinguidos personajes locales nos acompañaron durante toda la noche, incluso el periódico local se presentó ya iniciada la velada. Durante la cena Verónica nos dejó sin aliento al anunciar sorpresivamente la noticia de su embarazo. Fue el momento más feliz de mi vida.
Después de la cena y de recibir las felicitaciones de todos los presentes, me escabullí a la biblioteca para servirme un trago, necesitaba algo más fuerte de lo que servíamos a los invitados. Entonces me di cuenta que alguien había estado siguiendome, al saberse notado, rápidamente el caballero se presentó: Carlos Sierra, el director de la biblioteca de la ciudad. Alto, aproximadamente dos metros de estatura, muy delgado y canoso, nariz y orejas pequeñas y bolsas bajo los ojos demasiado pronunciadas. Tardé un poco en reconocerlo, pero después recordé haberlo visto en las reuniones que ofrecía mi padre cada fin de mes con sus amigos más cercanos.
El señor Sierra me extendió sus condolencias por la muerte de mis padres y también se extraño que después del incidente, mi tío me llevase lejos de la ciudad tan abruptamente, pues mi padre le había pedido al señor Sierra que me entregara un paquete en caso de que algo les ocurriese a él o a mi madre. Fue entonces cuando me entregó un pequeño sobre sellado con la insignia familiar, me exhortó a no abrirlo de inmediato y sobre todos, que cuando lo abriese lo hiciera solo.
Casi de inmediato Verónica se asomó por el corredor y corrió hacia nosotros, se excuso con nuestro invitado y me llevó al salón donde todo el mundo se encontraban buscandome para despedirse.
Durante la madrugada, ya a solas en la biblioteca, abrí el sobre donde encontré una llave de plata muy antigua y bastante gastada. Lo más distinguible de ella era el signo que poseía: Cauda Draconis.