Mi nombre es Rafael Lamar, y escribo esto para dejar en claro que, a pesar de lo que se piensa de mi persona en estos momentos, sigo manteniendo mi cordura y la mantendré hasta el final de estas líneas, que seguramente será lo último que se sepa de mi.
He decidido también que debo dilucidar los sucesos que han ocurrido en las semanas pasadas, pues estoy de acuerdo que mi comportamiento errático y sincretista ha conducido a las habladurías que de mí se alimentan. Y debo también pedir perdón a aquellos a quienes he lastimado directa o indirectamente, en mi búsqueda para satisfacer mi curiosidad muchos han sido afectados en mayor o menor grado.
Siempre amaré a mi querida esposa Verónica, y puedo asegurar que la cuidaré desde donde sea que me encuentre.
Todo comenzó cuando después de 15 años de lo que parecía una batalla legal interminable pude recuperar la mansión de mis padres que me fue arrebatada cuando desaparecieron de la misma, una noche de tormenta sin precedentes en la ciudad. Mi tío, el señor Jesús Noriega, un excelente abogado y tutor legal desde aquél entonces, logró obtener el derecho sobre la mansión y de inmediato arreglo los papeles para que yo y Verónica, con quien recién me había desposado, pudiéramos trasladarnos a ella.
La mansión era una pieza única con grandes influencias de la arquitectura del siglo XVIII. Un capricho de mi bisabuela paterna otorgado por su padre quien la obligó a casarse y mudarse de su querida Francia hasta este continente para ampliar los negocios familiares tan prósperos que habían logrado. Tres plantas, seis habitaciones, una biblioteca, una cocina con bodega subterránea, un salón y un jardín enorme con pozo de agua era lo más destacado de la construcción.
Un año más tarde, a mediados de enero, los obreros terminaron de realizar las reparaciones pertinentes para que la mansión fuese habitable nuevamente y la tarde del 2 de febrero, pude por fin regresar a lo que conocía como mi hogar.
Debido a que mi tío no vivía en el ciudad fue bienvenido a pasar todo el tiempo que necesitara para ordenar los asuntos burocráticos necesarios.
Una de mis grandes pasiones siempre fue la jardinería y después de adecuar la casa y restaurar los estragos del tiempo, me di a la tarea de llevar al jardín a su esplendor de antaño. Tomé toda la herramienta que iba a necesitar para la labor y la coloqué justo al lado del pozo de agua que estaba en el centro del jardín, que se encontraba rodeado de lozas que volvían el lugar una pequeña placita con dos bancas de hierro algo oxidadas y un conjunto de caminos que se dispersaban por el lugar. Un camino en particular iba en dirección al bosque que colindaba con el terreno; fue entonces cuando sentí una sensación de pesadez que de alguna forma generaba en mi una sensación de apuro, una sensación pastosa, una sensación de ser observado.
Ojalá no hubiese prestado atención...